Toda memoria es una ficción. Incluso la ciencia se ha encargado de probarlo: el hecho de evocar un recuerdo lo modifica cada vez. La historia que nos contamos va cambiando, adquiriendo otros detalles, pero sobre todo otros sentidos según el momento en que se produzca el acto de traerla al presente. Cuánto más cierto es esto cuando la evocación coincide con la escritura: no podemos evitar sentir que la multidimensionalidad del recuerdo se pierde cuando se la obliga a entrar en la linealidad y la cronología.
La escritora de un libro de memorias, decía Virgina Woolf, se encuentra frente a la extraña tarea de convencer a la lectora (y a la autora) de que la persona a la que le ocurren las cosas es la misma que la que escribe. Desdoblamiento que en muchos libros fracasa quizás por el intento de ordenarlo en una narrativa, de estructurar, sistematizar, anclar esos recuerdos. Se sucumbe a esa tentación como también a la de ficción: rellenar, borronear, hacer cohesivo lo que por definición no lo es. Pero Alicia Genovese no recorre ese camino, elige uno acaso más difícil: la niña, la adolescente, la joven mujer no intentan convencernos de nada, se dejan estar y fluir en escenas y reflexiones que son como nodos, que van haciendo sinapsis entre sí.
«La memoria, como una onda sonora en un océano» dice en un pasaje el yo que escribe este libro; la memoria, líquido que avanza en círculos y que trae al presente de la escritura un gravitar de la vivencia, una fuerza que no desdobla al yo, sino que lo contiene en su lejanía y su cercanía simultáneas.
Les cuento algunos nodos de Ahí lejos todavía: el salir por ejemplo, primero a la vereda, después al jardín, después a la escuela, también a otro país. No parecen grandes hitos en la vida de nadie pero Genovese hace de ellos algo mejor que hitos: un lenguaje en clave, distintas versiones de una puerta que se abre, rasgaduras del velo, hendiduras de la mirada por la que la adulta que ya sabe bien que del mundo solo puede esperarse dolor, logra, sin embargo, la paradoja de seguir viendo en él maravilla.
Hay en este libro pasajes que podrían ser cuentos, que tal vez lo son, solo que la autora ha elegido que sus lectoras sientan la obligación o el permiso de narrarlos. Como quien en su incalculable riqueza va soltando piedras preciosas para poder volver a casa al internarse en un bosque, vamos recogiéndolos con ella por el camino. La historia de la madre, que a los quince, ante la prohibición de ir a un baile de carnaval pasó días cosiendo su propio disfraz para ir a un estudio fotográfico y sacarse una foto. ¿Quién dice que esa foto no fuera su baile secreto? Ahí, en el cuento que no se cuenta, Genovese deja en suspenso, como lo hace la memoria, la resolución, la completitud, la clausura que la narrativa impondría. Y entonces, la historia reverbera, múltiple en quien lee. Hay otro cuento enterrado en la hermana que le enseña a leer con el dedo al hermano menor al que apenas le lleva cinco años, en la adolescente que disfrazaba de arrojo su timidez y su inadecuación paralizantes. El libro está lleno de estos pequeños regalos que se niegan a entrar en lo prosaico, en una cronología. En uno de mis pasajes favoritos, la autora dice «Resulta difícil darse cuenta de que un día es extraordinario…parecen necesarias una cantidad de vivencias posteriores para reconocerlo…Es como si lo extraordinario necesitara un porvenir en el que apoyarse y hacerse lugar». Virginia Woolf también pensaba en torno a esto: los días recordables son los del ser, los que se atan al acontecimiento, pero para que la memoria los guarde deben recortarse sobre un fondo de días sin eventos, «algodón en rama», los llamaba ella, una baba del tiempo que nos es muy difícil recuperar.
Ahí lejos todavía produce la ilusión de poder hacer eso: recuperar el algodón en rama, el espesor de la vivencia, el no ser sobre el que se recortan los momentos del ser. En ese, mi pasaje favorito, la niña caza mariposas en un frasco junto a todos los chicos del barrio, y así, como metáfora de la escritura, la alegría de la captura masiva de esas mariposas, progresa hacia la desazón ante la belleza privada de movimiento, encerrada en un frasco. «Recuerdos del porvenir» no es solo una alusión motivada por las mariposas de este pasaje; el título de Elena Garro podría completar el desencanto del yo que declara: «cabe la posibilidad de que lo extraordinario se abra paso y llegue al futuro con su exceso inexplicable. Una contadora de historias lo sabría» ironiza Genovese. Pero la historia sí se cuenta, solo que en el espesor, en el hundimiento, en la verticalidad del ensueño que es la memoria.
En vez de querer capturar el acontecimiento en la escritura, como haría una contadora de historias, es el yo quien se deja capturar por él, un yo que ha sido herido, interpelado por la vivencia y entiende que no debe contarla sino dejarla pasar por él, darla a luz de la palabra sin por eso iluminarla.
Decía Virginia Woolf: «En ciertos estados de ánimo favorables, los recuerdos —los que se han olvidado— quedan superpuestos a todo. En este caso, ¿no será posible que las cosas que se han sentido con gran intensidad tengan una existencia independiente de nuestra mente? ¿Siguen existiendo de hecho?». Y luego, como si adelantara las novelas de Phillip Dick, Woolf imagina un aparato que pudiera dar cuenta de la simultaneidad de la memoria, en lugar de crear escenas, volverlas a sentir, todas juntas con la intensidad de un torrente que inunde a la mente presente que intentaba ordenarla.
Ahí, lejos, todavía parece realizar esa proeza. En la humilde imprecisión de esos tres adverbios, se nos dice que ese algo existe de hecho, tiene estatuto de presencia. Algo insiste. Ahí, lejos todavía: la invisible riqueza.